viernes, 20 de marzo de 2020

Sobre Ferraris

En el inevitable paseo para actualizar las vituallas de la despensa, me paro unos segundos a mirar un espectáculo único: República Argentina, una de las más amplias avenidas de mi ciudad, está completamente vacía. Ni un coche circula. Los semáforos cambian de verde a rojo y de nuevo a verde sin que haya ninguna necesidad. Una estampa inusual, puede que única, que se merece una foto. Me echo la mano al bolsillo y… ¡vaya! mi cámara, o sea, mi teléfono móvil, no está donde debiera. Se está cargando, indiferente, tumbado sobre la mesilla de noche. Acepto la contrariedad diciéndome ‘Una pena, no podré hacer esta foto’, pero casi a la vez, me replico con una pregunta ‘¿Y si me cuento la foto que iba a hacer y que no he hecho?’.

En medio de la avenida, arrastrando mi carro de la compra de color naranja, con mi mascarilla y mis guantes desechables, me deleito con la visión de los cuatro carriles vacíos. No llevo ni cinco segundos parado en un lugar en el que, en cualquier otro día del año, ya me hubieran atropellado, al menos, dos coches y una furgoneta, cuando al fondo, donde nace la avenida, en la glorieta de la República Dominicana, aparece un coche que hace mucho ruido. Se para en un semáforo lejano. Aún no veo qué coche es, pero el silencio que se ha acomodado por allí me permite apreciar que el conductor da acelerones innecesarios, reiteradamente, como si no le importase quemar gasolina estando parado. 

Por fin el coche se mueve y entra en la distancia en la que soy capaz de enfocar la vista: es un Ferrari. Uno de esos coches rojos —creo que solo los fabrican en ese color— con una pegatina amarilla en lo que sería el muslo delantero, dónde luce su exclusiva marca, «il cavallino rampante». Un coche deportivo, carísimo, tan aplastado contra el suelo que el conductor lleva la cabeza a unos veinte centímetros del asfalto (ya se sabe que los hombres no somos muy buenos calculando lo que son veinte centímetros) y con un motor que emite un sonido por completo italianizante (del norte, eso sí).

Abandono el centro de la calzada y me voy hacia la acera contraria a la mano por la que se me acerca el Ferrari. Para mi sorpresa, se detiene justo enfrente de donde estoy y empieza la maniobra de aparcar en cordón.

No pasan ni diez segundos cuando me percato de que tengo que filmar lo que estoy viendo. Me vuelvo a echar la mano al bolsillo, esta vez para que mi cámara de vídeo, o sea, mi teléfono móvil, me permita llevarme a casa el modo en el que el conductor de tan esmerada muestra de ingeniería hace, aproximadamente, siete maniobras hacia adelante y otras tantas hacia atrás, hasta que consigue meter el coche en un hueco en el que hubieran cabido tres como ese.

Con la pena de llevarme semejante espectáculo solo en mi retina —una maniobra larga y lerda en verdad—, me digo ‘De aquí no me muevo hasta que le vea la cara y las pintas a aquí-mi-primo el Nuvolari’. La espera hasta que sale el conductor no se me hace corta. El hombre se toma su tiempo, como si estuviese acostumbrado a que la gente se congregase ante tan tremenda máquina cada vez que la para junto a una acera. Costumbres de cada quien, ya se sabe. Por fin se abre la puerta, pero no lo hace como las de los coches que conozco, se abre levantándose hacia el cielo, en un movimiento que pareciese que saludara a alguien que ya estuviese allí. El hombre sale. Su mirada hace un barrido de unos ciento ochenta grados, buscando su audiencia, y noto —claramente— su decepción al ver que está solo, o casi solo. Yo, con mi carro de la compra naranja y a unos veinte metros de distancia, debo de parecerle poco en términos de audiencia.

Mis ganas de verle la cara y las pintas a alguien que en medio del confinamiento por el corona virus da acelerones en una vacía República Argentina y es torpe para aparcar, se ven perfectamente colmadas. Ya lo he visto.

¿Que cómo era? Pues era así, exactamente así, tal como usted lo está pintando en su cabeza en estos momentos, querido lector. Justo así.

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