Esta foto —que no he hecho yo, porque sigo confinado en casa— está tomada delante del edificio Presidente, justo en el nacimiento de la calle Asunción, frente por frente a donde cada año se erecta una descomunal portada de madera llena de bombillas para que propios y foráneos sepan, exactamente, dónde empieza la Feria. La de Sevilla, sí.
Como se pueden imaginar, ni los más viejos del lugar reconocen haber visto antes un pato por aquí.
Sospecho que los que se ven en la foto viven, o deben de vivir, en el estanque que hay en el parque de los Príncipes. No hay muchas más opciones alrededor, exceptuando el río, lo cual descarto por cuestiones de accesibilidad e inclinación de los taludes, aunque podría ser.
El bonito y tranquilo paraje donde, probablemente, nacieron estos patos dista —según Google Maps— 550 metros en línea recta de la portada de la Feria. Si suponemos que cada paso de un pato le hace avanzar unos seis o siete centímetros —es una estimación propia, aún no he consultado a ningún biólogo— para llegar desde su hogar hasta ese punto, cada uno de los patos ha debido de dar entre 7.800 y 9.100 pasos, lo cual, imagino, en el mundo de los palmípedos, que no son animales de mucho andar («Andas peor que un pato») sino más bien de mucho nadar («Nadas tan bien como un pato»), debe de constituir una epopeya encomiable.
Ciertamente, los patos deben de estar fascinados con el silencio y la ausencia de humanos en la que viven desde hace unos días. Una semana de paz, de falta de ruidos, sin la omnipresencia molesta y gritona del hombre y de sus vehículos, ha hecho que la naturaleza se venga arriba y ocupe, con toda naturalidad, el espacio circundante. Sin corona virus, estos patos jamás hubieran llegado vivos desde su estanque hasta aquí, pero hoy, con los humanos confinados y bastante asustados, los animales han sido capaces de detectar que «sí, se puede», y que todo esto —que antes era campo, eso ya se sabe— «también es nuestro».
Algo parecido oí contar una vez que ocurre en los alrededores de Prípiat, la ciudad donde vivían los empleados de la central de Chernóbil. Antes del desastre nuclear de 1986, el campo y la fauna local luchaban por sobrevivir ante la invasión de la industria y el urbanismo. Ahora, sin injerencias humanas, Chernóbil es un paraíso natural —radioactivo, pero paraíso natural al fin y al cabo— donde los árboles y los animales viven en paz, donde el campo se ha vuelto feraz y prolifera la vegetación de todo tipo, donde las aves, los osos, los ciervos y los lobos se reproducen en equilibrio cuando antes, prácticamente, habían desaparecido.
Que los patos de la foto cruzando la calle Asunción sean
macho y hembra, que se llamen Romeo y Julieta y que sean dos jóvenes amantes,
no es relevante. Lo que sí merece la pena resaltar es que Julieta pertenece a
una familia que lleva siglos enfrentada con la familia de Romeo y que, por ese
motivo, los novios han huido de su Verona natal para intentar ser felices y
consumar su amor en otro paraje más propicio. Deseamos que en su huida no los
pille ningún coche o, lo que sería mucho peor, que no los encuentren las
partidas de búsqueda que en pos de ellos han enviado tanto los Montesco como
los Capuleto, con la intención —aviesa y con una carencia absoluta de
sentimientos— de devolverlos a sus palacios respectivos y encerrarlos bajo
siete llaves.
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