lunes, 23 de marzo de 2020

Fútbol y Nayim

 

Es de mal gusto hablar de uno cuando se escribe, pero cuando te toca estar todo el día encerrado y casi la única ventana a la calle es la del televisor, uno tiende a gastar demasiadas horas mirando por ahí y no pasa casi nada que merezca la pena ser contado. Pero bueno, empiezo ahí y ya veremos dónde terminamos.

Como saben los que me tratan lo suficiente, nunca voy al fútbol y solo veo fútbol cuando juega España, aunque bien es verdad que, incluso con la selección española, me cuesta aguantar los noventa minutos pendiente del partido. En vez de eso y mientras hago presencia delante de la tele, suelo leer o mirar el móvil o hacer un sudoku. En realidad, lo que a mí me gusta es el resumen que dan al final, donde no tienes que esperar a que los jugadores, tan trabajosamente, fabriquen goles —o no— y donde, además, te ponen los momentos más vibrantes del lance en un par de minutos o tres.

Al hilo de esto, y para hacernos más llevadero el confinamiento por el corona virus, hay cadenas que —con criterio encomiable— nos están retransmitiendo en diferido algunas de las gestas deportivas protagonizadas por deportistas y equipos españoles que más nos emocionaron en su momento: el doce a uno contra Malta en el 83; la final contra Holanda en el mundial de Sudáfrica; la final de la Davis contra EEUU en Sevilla… y así.

Esta secuencia de éxitos vista toda seguida, a cualquier hora del día que uno elija, durante cada una de las jornadas de encierro, incluyó una de la que guardo gratísimo recuerdo: la proeza infinita del Real Zaragoza ganándole la Recopa de Europa de fútbol al Ársenal en 1995. Resumo los hechos para quien no los conozca: el Zaragoza no era uno de «los grandes» sino más bien todo lo contrario, pero se las había arreglado para meterse en una final europea. El partido estaba enconado a pesar de que el Ársenal sí que era uno de los grandes. En el último segundo del último minuto del tiempo reglamentado, el ceutí Mohamed Alí Amar, para el fútbol, Nayim, coge la pelota casi en el centro del campo, ve adelantado a Seaman, el portero inglés, y desde cuarenta y nueve metros —cuatro nueve, 49—, le pega. La pelota coge altura, describe un gran arco y se cuela exactamente por donde tenía que hacerlo. Seaman se queda estupefacto, tumbado dentro de la portería, trabado en la red y maldiciendo entre dientes en un correctísimo arameo-inglés. Zaragoza, tierra de gente dura, humilde, generosa, gente que aguanta lo que le echen y llega en silencio hasta el final, tenía un equipo campeón de Europa.

Pues el gol del ceutí me ha traído a la cabeza a un amigo del que ahora ya no sé nada. Algo que supongo que también le pasa a usted, querido lector. Esos distanciamientos entre personas que en otra época estuvieron cerca no tienen por qué tener su origen en un desencuentro, una flagrante enemistad o un apacible hartazgo. Un tiempo y un sitio nos acercan a las personas. La llegada de otros tiempos y otros sitios nos separan de esas mismas personas. Entiendo que la naturaleza está en ambos procesos.

Transcurrían las primeras horas de la noche. Cuatro compañeros de trabajo cenábamos tras una jornada, quizás, demasiado intensa. Se nos notaba el cansancio. Mis tres colegas eran maños, gente tan adusta como robusta en sus maneras, de esa que para decir «No» dice «Sí, por los cojones». En medio del silencio en el que masticábamos, uno de ellos, por animar el cotarro, hizo una pregunta al aire: «¿Cuál es el mejor triunfo deportivo que recordáis?». Uno dijo que el partido contra Malta, el otro que lo de Abel Antón en Barcelona y un tercero, que era especialmente tímido y un poco —un bastante— tartamudo añadió: «Yo… el gol de Na… Nayím».

Estuvimos de acuerdo. Tras repasar brevemente los detalles, volvimos al silencio de la masticación, hasta que quien había preferido aquella hazaña, añadió:

—Pero yo no recuerdo aquel gol porque sea socio del Zaragoza desde pequeño ni porque quedáramos campeones de Europa. Lo recuerdo porque cuando Nayím marcó, mi padre se puso tan contento que me abrazó. Aquella fue la primera vez que mi padre me abrazó en toda mi vida.

Gente recia, los maños, ya se sabe.


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