domingo, 16 de diciembre de 2018

Álvaro Cunqueiro

Tengo un libro editado por un banco en 1981. Aquella entidad, hoy desaparecida, tuvo la original o peregrina idea de regalar un libro de cuentos como propagada para sus clientes. Quien tan civilizada publicidad compraba es o fue el Banco de Crédito e Inversiones. 

El libro se llama «Historias gallegas» y su autor es don Álvaro Cunqueiro (1911-1981). Me lo regaló mi hermano Javier y creo que a él se lo regaló nuestro abuelo Salvador que, por desgracia, fue hombre de mucho tener que pasearse por los bancos.

En él se recopilan —sin cariño, muy mal editadas, todo hay que decirlo— unas 70 u 80 historias cortísimas cuyos protagonistas son, cómo no, personajes gallegos. Cada historia, incluyendo un dibujo generoso al principio y otro pequeño a modo de cierre, ocupa solo una página, por delante y por detrás, en un formato de bolsillo de los pequeños y con letra enana.

(Creo que ya hablé de este libro una vez por aquí, cuando copié el mejor de todos los que lo integran, una historia de amor, o de no amor, titulada «Tristán García», pero es que lo tengo siempre a mano y, de vez en cuando, le pego un tiento.)

La estructura de cada relato es, prácticamente, la descripción de un personaje, otra más somera de quien le acompaña o se le enfrenta y una levísima y cortísima trama. Tras esto, la historia gallega queda concluida sin que uno se quede insatisfecho o se eche algo en falta.

Si no todas, que puede que sí, que lo sean todas, la mayoría de estas historias son deliciosas, claras y simples, y tienen la virtud de transportarte a esa tierra que tan lejos nos queda a nosotros, a sus brumas, su paleta de verdes, sus carballos, sus outeiros y sus meigas.

Me permito copiar aquí la maestría que gasta Cunqueiro al describir a un personaje en un solo párrafo, despachándose con lo mínimo. Lleva por título «Justina Conde».

«Según contaba, había estado en Buenos Aires en casa de un italiano, en calidad de ama de llaves, muy bien tratada por un amo respetuoso, con mucha comida de pasta con tomate, arroz a la milanesa y helados variados. El italiano, en los ratos libres tocaba el violín y le daba de comer a los dos canarios que tenía. Era dueño de un laboratorio. Era un hombre tranquilo, con grandes bigotes negros, muy arrellanado en su butacón, esperando que le dijesen que la comida estaba lista. A veces hablaba por teléfono con su familia, de Sicilia, preguntando por el tiempo que hacía allí.»

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