«[...] Hoy en día en Konisberg hay un monumento en mi honor [...] que consiste en un par de gafas sobre una vara [...]. También en la adorable ciudad española de Oviedo hay una estatua de mi figura que es un retrato fiel. [...] una verdadera estatua de bronce [...]. Desde el momento que la instalaron unos vándalos robaron de la estatua unas gafas iguales a las mías. Esas son de bronce y están incrustadas en la escultura, que es de tamaño real, por lo que hace falta un soplete para sacarlas. Pero no importa cuántas veces vuelvan a colocarlas, siempre hay alguien que las roba.»
Cuando empiezo un libro siempre me asalta la duda de si lo abandonaré antes del momento en el que el pobre escritor calculó que era el momento correcto para abandonarlo, es decir, en la última página.
Este es gordo (439 páginas), pero creo que cae. Seguro que cae entero.
Me estoy riendo (en voz alta) casi cada cinco páginas, lo cual no me pasaba desde que en los años noventa, y de veraneo, me leí uno de Camilo José Cela, cuyo nombre no recuerdo. Cada vez que me reía, mis hijos (muy niños entonces), me preguntaban: «¿De qué te ríes, papá?», y la verdad es que me costaba trabajo explicarles el porqué.
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