Foto de Marta Ortega
© Peter Lindbergh, 11 - 2018
—¿Señor Lindbergh?
—Al aparato.
—Buenas, que soy la niña del Amancio.
—¿El que fue siete del Madrid?
—Noooo, el de Zara, el de la ropa mona y baratita.
—Ah, sí, he visto a tu padre muy bien colocado en el ranking de Forbes.
—Eeeeese Amancio.
—¿Y qué se te ofrece, guapa?
—Pues que me caso.
—Vaya, enhorabuena, seguro que va a ser el día más feliz de tu vida y...
—Señor Lindbergh, es mi segunda boda y a estas alturas de curso, tampoco es que me crea según qué cosas.
—Tienes razón. Al mundo de las bodas le sobra azúcar.
—Bueno, al lío, que me espera la pedicura. ¿Que si está usted libre el sábado que viene a las once de la mañana?
—Depende de para qué, bonica.
—Pues para hacerme las fotos de mi boda, para qué va a ser.
—¿Yo?... ¿Yo haciendo fotos en una boda?
—Claro.
—Niña, me llamo Peter Lindbergh, no sé si...
—Y yo me llamo Marta Ortega.
(Se hace un denso silencio en la línea gestionada por Orange. Finalmente, es el alemán quien lo rompe).
—Creo que te entiendo.
—Le espero a usted y a todo su equipo el sábado que viene en casa de mi padre, en La Coruña.
—Pero hay detalles que quizás convendría...
—Señor Lindbergh, el sábado antes de las once. Y traiga suficientes carretes.
—De acuerdo. Allí estaré.
—Que tenga un buen día, señor Lindbergh.
(Por si alguien me lo vuelve a preguntar, el diálogo lo he inventado
yo, y lo único que pretende es imaginar con humor y con buena voluntad
una conversación que, casi seguro, no ha tenido lugar. O sí, pero yo no
lo sé 😉).
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